Alguna vez se ha escuchado que el deporte es lo más importante de las cosas menos importantes. Su condición complementaria y en ciertos casos de entretenimiento, lo vuelve accesorio de otros temas, aunque tal vez no deba ser así.
El país entero dio cuenta de la cuota de medallas con las que regresó la delegación mexicana en los Juegos Olímpicos de París 2024. Muy cerca estuvo México de que se tocara su Himno Nacional en plataforma de tres metros y boxeo. No ocurrió.
Vimos varias barras y espacios de análisis donde especialistas, desde el plano deportivo y periodístico, plantean la necesidad de que, si tanto queremos resultados tangibles en medallas y primeros lugares, debemos formar talento desde la infancia.
No repetiremos las recetas. Tienen sentido, se han reiterado, lamentablemente desde hace décadas, y eso conlleva el cómo forjamos una sociedad orgullosa de su rendimiento fuera de lo “substancial”. Entendiendo esto último como ser buenos en cosas que no necesariamente se juzgan como “esenciales”.
Hace casi dos años cosechábamos los frutos amargos de la mediocridad en el mundial de futbol, pero contrario a lo que se juzga en otros deportes menos practicados y promovidos, parece que es destino nacional que la excelencia, los campeonatos mundiales u olímpicos, sean milagros ocasionales y no costumbre.
Salvo en algunos deportes individuales, como el box, los mexicanos no solemos destacar; al menos, no como los países considerados “potencia”.
¿Cómo produciremos excelencia deportiva que nos dé satisfacciones de manera sistemática? Llovieron las críticas, memes, videos y publicaciones que “hace falta más apoyo al deporte mexicano”, en un abierto o velado reproche a las instancias del estado, como la Conade. Todo parecería indicar que, tras una derrama substancial de dinero, las medallas comenzarán a llegar.
Lo anterior, se nos ha explicado, tampoco es necesariamente cierto. Hubo otras épocas en que la política del Estado era de mayor protección y promoción al deporte. Se gastaron fuertes sumas y nunca hemos pasado de entre cuatro y seis medallas, siendo Barcelona 1992 la cuota más raquítica con la medalla de plata de Carlos Mercenario en marcha de 50 kilómetros.
El callejón parece sin salida, aunque no por ello debamos dejar de intentar. “Sin salida” porque ni tratándose de instancias públicas, como política deportiva sustancial y consistente, parecen dar soluciones al caso mexicano, pero tampoco las privadas, donde siendo el futbol un deporte de gran popularidad y consumo, el incentivo para impulsar programas sostenidos de desarrollo se antojaría mayor.
¿Quién debe encargarse del desarrollo deportivo de México? ¿Cómo se debe impulsar y formar al deportista mexicano?
En China, por ejemplo, es el Estado quien se encarga de crear semilleros, seleccionar a granel niños desde edades muy tempranas y someterlos a regímenes de disciplina deportiva, escolar y alimentaria donde muchas veces viven en internados con derecho a ver a sus familias uno o a lo más dos días a la semana. El resultado: desde Beijing, China se cuenta entre los primeros tres lugares de los medalleros olímpicos.
Otros modelos de similar éxito son Estados Unidos y Australia. Aunque en estos últimos casos, hay una combinación de recursos tanto públicos como privados.
A final de cuentas, qué tanto deben intervenir lo público y lo privado es parte de la discusión de fondo que nos ha entretenido en este sexenio.
A la hora de solucionar nuestro rendimiento, el deporte, como reflejo de nuestra idiosincrasia, también se cuela en conversaciones que nos reflejan con mayor profundidad.
Parecería que no tiene relación ni relevancia, pero si queremos implementar soluciones de fondo, deberíamos incluir en nuestra discusión de cómo mejorar en el medallero, una profundización de cómo debemos cooperar para lograrlo.