Tan verdad como una casa
En lenguaje de señas al juntar las puntas de los dedos medios, haciendo una especie de nicho con las manos, se dice casa. Al parecer, de esta manera se evoca un techo de dos aguas que tal vez en el contexto actual pudiera ser poco común, pero quizás en el originario era más habitual. Quizás de ese modo sea más probable imaginar una cabaña.
La casa es la cabaña personal a la que se puede volver, pero también de donde se parte, una Ítaca personal a la que se llega al nacer y que puede ir cambiando tanto como la odisea de cada quien. La casa es el nicho en el que descansan las historias que a veces nunca son contadas.
Los habitantes que comparten techo suelen hablar el mismo idioma, pero no necesariamente, a veces vivir con alguien permite inventar un lenguaje exclusivo como si el resto de convencionalismos resultara innecesario.
Convivir entonces quizás sea vivir como en conjunto casi como si fuera necesario; preguntarle al otro qué siente y contarle lo propio nomás porque se habita bajo el mismo techo imaginario de dos aguas.
De tal modo que habitar, tal vez sea como vivir, pero habitualmente y entonces así poder asignarle un lugar a cada cosa para que no se mueva mucho de ahí. Aquí va la sala, aquí la estufa y aquí los habitantes, esos que nomás por hacer las cosas casi igual todos los días habitan con hábitos sus habitaciones.
Cualquier lugar puede ser habitación con la cotidianidad adecuada. Los hoteles son como simulacros de casas desechables y a veces hasta con desayuno incluido. A las casas se les habita porque si no, luego, como dice Sabina, se pueden volver oficinas y entonces, puede resultar innecesaria la calidez que conforma las casas para sustituirse por los ridículamente necesarios trámites burocráticos.
Los actos simbólicos justifican la existencia de un montón de burócratas que, por fortuna, acabando sus importantísimas labores de oficina, pueden volver a sus respectivas casas. Regresar a casa reconforta en medida de los tiempos, distancias y a veces, horas oficina necesarias para querer volver.
En la casa descansa la certidumbre. Nada como perderse para querer volver a ese lugar del que a veces se olvida por qué se salió. En esos nichos solo hay afuera y adentro. Por fortuna, siempre se puede querer salir cuando ya se estuvo suficientemente adentro y querer volver cuando el afuera resulta insuficiente.
Las casas también son el pretexto para sentirse parte de algo, parte de alguien, porque mejor algo y no la nada. En ningún lugar como en casa se esperan las ausencias. Me llamo fulana de tal y mi casa está en la calle héroe de la patria número tal, ahí vivo, convivo, habito, existo tal como lo indica esta credencial, ahí, aunque nomás sea la certidumbre, pero algo me espera.
Ya en confianza, con certidumbre suficiente, se puede hablar sin tapujos. Habitar es también poder hablar con la domesticación suficiente como para hacerlo más o menos en el mismo idioma.
Lo hablamos en casa, porque afuera las palabras corren el riesgo de perderse al voltear cualquier esquina. Hay que sentarse, verse a los ojos e intentar el intercambio de significados. Las casas se hicieron para hablar todo lo que no puede hablarse de otro modo, en otro lado. Sea usted siempre bienvenido, es un placer recibirlo, le dicen los hoteles a cualquiera que no esté habitando donde habitualmente está, mejor si deja propina.
Perderse es no saber dónde se está y por donde volver, pero sí saber a dónde se puede. Las casas son los puntos de partida y de regreso para no extraviarse tanto ni tan seguido. A veces, las casas no se encuentran a la vista porque se mueven con la gente.
Mi casa es donde estés tú. Un nicho lo suficientemente cálido y cómodo como para querer volver, como para sentirse parte de algo y no de nada. Ese mismo lugar en el que descansan las historias que a veces no son contadas y que también se puede decir juntando las puntas de los dedos medios, haciendo una especie de techo de dos aguas con las manos.