El ritual del poder
Compré El ritual del poder, la nueva novela de Gonzalo Lizardo, en la vetusta Zacatecas. Cuando el escritor anunció la publicación, la procuré en las librerías que ofertan lo reciente. Donde la adquirí —en la tienda de la avenida Hidalgo—, estaba como el libro del momento.
En los siguientes días viajé y en las librerías visitadas le miré en las novedades; el otro día, en Saltillo —librería Monsiváis—, El ritual estaba colocado en lo visible y en el librero de ciencias sociales, junto al historiador Eric Hobsbawm.
Pese a que El ritual del poder es una novela, en algunos momentos leí los referentes temporales como un recuento, bien hilado, de las ocurrencias patéticas de los políticos en el annus horribilis mexicano de 1994 —los asesinatos del candidato oficial y del secretario general, algunos moditos del sucesor, el estilo asecular del presidente; los relapsos de los políticos, las alianzas estratégicas de actrices y hombres del poder (¡la Felina es socia fundadora del partido en el poder!), los vínculos entre los jerarcas católicos con personajes del poder—.
Pero no es una novela histórica, mucho menos del presente, es una narración ficticia que tiene como escenario parte de la historia político—criminal del citado año.
El escritor, un omnisciente hermeneuta, presenta a algunos personajes casi calcados del realismo mexicano y otros construidos para hacer posible la narración —los conductores principales son dos jóvenes urbanos universitarios, escuchas de música metalera, provenientes de familias no nucleares, trabajan en medios de comunicación, hay poco machismo (él hace los desayunos), no predominan los blancos y sí proporciona un reconocimiento al muchacho común moreno cuasi indígena de la Ciudad de México. Son outsider entre los personajes de la narrativa contemporánea elaborada en México—.
La intención del argumento de El ritual del poder, a mí me parece, es notar los vínculos y ciertas formas del quehacer de las sociabilidades heterodoxas.
Muestra cómo personas creyentes cuasi ortodoxos son practicantes de lo “sobrenatural” (magia, espiritismo, hechicería) y al mismo tiempo son partícipes en organizaciones ilegales y corruptas, las cuales son paralelas a las instituciones religiosas y políticas, entre ellas la masonería, los partidos políticos, las asociaciones católicas y de nuevas sectas—.
En un diálogo se lee: “desean que estalle la guerra para arrancarle el liderazgo del partido a sus enemigos, los espiritistas científicos, los tecnócratas aliados con la Iglesia y la milicia del señor”.
En la lectura se advierte que esta historia es una “mezcla de novela negra, terror sobrenatural y thriller político”. También roza, de forma inteligente, una permanente ironía sobre el acontecer pasado (léase el capítulo La ceremonia y la última oración, con la que cierra La epifanía). Valoro como lector a un Lizardo que sabe situar los signos elaborados por las personas para manifestar lo que se es, lo que se quiere ser y también lo que no es. Reitero, es un hermeneuta académico.
Si coloco El ritual del poder, desde el racional Max Weber, la novela es una ficción que proyecta una imagen popular de la cultura política mexicana, la que se intuye con la presencia de factores extrahumanos y ajenos a los intereses realmente materiales por tener y ejercer la hegemonía nacional. Es muestra de un imaginario donde se confluyen los hilos del narco, la política, la hechicería y con base en ello se forman grupos y configuran ceremonias, los actualizados rituales del poder.
Posdata
Ninguna muerte me va. No me van las festividades inventadas sobre los muertos, las brujas, el terror y the Halloween. Mucho menos me va la violencia autorizada (disputas por territorio, como si fuese un asunto fuera del Estado).
Me parece un despropósito meterse desde el gobierno a eso de los muertos (altares, devociones, poemitas, disfraces y fiestas) en una región donde hay decenas de fallecimientos criminales. Con convicción: prefiero los relatos de la vida, aunque sean doramas.