Al cambiar la narrativa del país y modificar las nociones estáticas del neoliberalismo que predominaron por 30 años en medios y otros insumos de la cultura popular, este sexenio deja la puerta abierta a la posibilidad de que otra historia de nación es posible.
Los resultados de la elección no solo dieron cuenta de que los mexicanos desearon la continuidad del proyecto de nación de la izquierda morenista y aliados sino, con la contundencia de ellos, nos damos cuenta de que la población asume como propia esa historia de país.
Son las llamadas nociones de politización que implica un país receptivo a planteamientos audaces, por diferentes, como la conciencia de clases, rompiendo con la narrativa individualista para dar paso a otras opciones con más énfasis colectivo.
La irrupción de elementos de progreso tecnológico y productivo como la Inteligencia Artificial, que llega para quedarse, nos obliga a estar preparados no solo para conservar el trabajo en la vorágine de escasez que se aproxima sino para determinar juntos, qué haremos con quienes se queden en la orilla.
¿Cómo propiciar condiciones de vida digna para quienes sean los cesados por la incursión de robots para hacer su trabajo? Quedan muchos aspectos de la vida pública que se deben revisar a conciencia y con responsabilidad.
En su libro La Tiranía del Mérito, Michael Sandel, filósofo de Harvard, hace un cuestionamiento a las certezas del mundo procapitalista, donde habla, entre otras cosas, del insulto que implica afirmar que “el éxito depende de uno mismo”, porque de ser así, quienes no lo logran o salen de la pobreza es porque ellos no quieren.
Y en otros pasajes profundiza sobre la urgencia de volver a preocuparnos como sociedades, por el bien común y por la dignificación de trabajos que no tenemos en la debida estima, ilustrándolo con una frase de Martin Luther King donde dice que la función de las personas que trabajan en limpieza es tan importante como la de los médicos, porque si los primeros no hacen su trabajo tendremos graves problemas de salud pública.
En un mundo que dice respetar todos los trabajos en público, pero en la práctica menosprecia los “menos dignos”, es preciso modificar no solo un discurso sino toda una forma de pensar.
Otro ejemplo de esto es la perspectiva sobre el sindicalismo, uno de los villanos favoritos de la perspectiva del progreso capitalista. Los sindicatos, por su propia naturaleza, se crearon (o les hicieron) mala fama, en muchos sentidos.
Se les considera parásitos, retardatarios de la movilidad y flexibilidad laboral, esquiroles y corruptos y, por todo lo anterior, prescindibles.
No es solo la perspectiva con la cual se les juzga sino la intensidad con la que se generaliza. Y en eso el trato no es igual cuando hablamos de empresarios explotadores, ecocidas, extractivos, corruptos y corruptores. Se juzga al sindicalista según “una regla”, pero al empresario según “la excepción”.
Las generalizaciones cuando operan en cualquier sentido desembocan en dichos extremos y es difícil determinar cuál es más dañina.
Sin embargo, según un estudio del FMI de hace algunos años, el sindicalismo fue juzgado como necesario para un capitalismo sano, en virtud de que da a los grupos de menores ingresos una capacidad de negociación para fortalecer su poder adquisitivo y con él, la capacidad de consumir. Esta última, indispensable para el mercado y, por ende, el capital.
De vuelta a la pregunta de más arriba, ¿cómo velar por quienes serán despojados de su trabajo por algoritmos y otros robots? Es imposible articular una solución, pero la actitud ante ellos es crucial para saber que ser insensibles es a la larga (y no tan larga) poco práctico para todos.
Entonces, ¿era cierto que, “por el bien de todos primero los pobres”? Así parece, pero el cambio de historia generalizada es tan solo un pequeño paso para solucionar una realidad más grande.