Por una historia pública
En esta ocasión, estimado lector, permítame comenzar mi colaboración con una pregunta: ¿Cuál es su experiencia con la historia? Ya sea como disciplina, materia escolar o afición, ¿le gusta, le interesa?
Su respuesta seguramente estará mediada por su experiencia personal y los propios gustos, por la manera en que se la enseñaron y por el interés que desarrolló por la misma en un punto de su vida, gracias a documentales que vio, revistas que consumió, museos que visitó o una historia familiar que posiblemente haya querido rescatar.
Sin embargo, como docente de historia e historia del arte, la respuesta que regularmente obtengo ante tal pregunta redunda en un constante desinterés. Desde los que consideran la historia como una materia aburrida, hasta los que piensan que solo se trata de un eterno y cíclico repetir de fechas, el común denominador -al menos en los jóvenes y adolescentes- es que la historia no es importante.
Por ahí nunca faltan los destellos de personas que explicitan su interés y agrado por la historia, una sonrisa del universo que uno siempre agradece, pero un amplio porcentaje de personas dejó de ver la pertinencia y la utilidad de la historia en los tiempos que corren.
Ni hablar de la importancia de la labor de quienes se dedican a estudiar y escribir la historia de manera profesional.
¿Por qué pasa esto? La respuesta más sencilla es porque no nos interesó llegar a la sociedad. Los historiadores se encerraron en claustros académicos para producir artículos científicos y libros que solo sus pares leerán y una gran mayoría -salvo afortunadas excepciones-, dejaron de lado los grandes canales de difusión que permiten entablar una relación más cercana con la comunidad que, por cierto, también crea y comprende el conocimiento histórico.
Es cierto que hay notables esfuerzos por compartir el conocimiento histórico en televisión, radio, podcast, redes sociales, sí, pero aún hace falta conectar más y mejor con una sociedad que, en nuestro tiempo, muestra poco interés por el conocimiento de su memoria histórica y de nuestro patrimonio cultural, especialmente los más jóvenes.
Es así que me permito hablarle de la historia pública, una propuesta que cuestiona las formas en que la historia de una sociedad se crea, se institucionaliza, se difunde y se comprende. Ya sabe usted que el conocimiento histórico base de todos los mexicanos parte de lo que conocimos gracias a los libros de texto gratuito. Estos ejemplares forjaron nuestra idea del pasado y más importante aún, nuestra idea de Nación.
Pues bien, los conocimientos que nos transmitieron fueron elegidos a través de un proceso en que se excluyeron otros; por eso abunda el “eso no nos lo enseñaron en la escuela” o “la otra historia” sobre tal o cual personaje o hecho.
La historia pública aboga por pluralizar el conocimiento histórico y que usted o yo, también decidamos qué es importante rememorar, conmemorar o difundir, en un ambiente en el que los historiadores también salgan de las islas de la academia para incidir en otras esferas más públicas (valga la redundancia).
Esta digresión me remite directamente a nuestro patrimonio histórico, un elemento a través del cual también se cimienta nuestra construcción del pasado y desde donde tenemos derecho a decidir, como sociedad, qué y cómo lo queremos conservar.
En los últimos días el tema del patrimonio local se puso nuevamente sobre la palestra, ¿cómo es esa ciudad patrimonio que queremos tener o mantener? ¿Debemos inmiscuirnos en las decisiones que se toman frente al patrimonio cultural o le corresponden a alguien más?
En la medida en que democraticemos el conocimiento histórico y se reivindique el papel que socialmente tienen aspectos como la memoria, la historia y el patrimonio, seremos actores partícipes de su conservación o de no hacerlo, de la pérdida y banalización del mismo. Y ahí quizá la historia pública tenga mucho qué decir.