Pueblo mágico
Además de una idónea preparación académica, bastante experiencia laboral y por supuesto, amplísimo capital social, para disfrazarse de político se requiere una pequeña dosis de ganas de poder, es más, en una de ésas y ya adquiriéndola, lo demás, resulta lo de menos.
En tiempos egoístas y mezquinos donde nadie escucha a nadie y todos contra todos, ganarse un puesto público es como sacarse la lotería, siempre por supuesto, bajo el amparo demagógico de la mística democracia que todo lo purifica a su paso, incluyendo claramente, las votaciones para cualquier cargo en el que se pueda repartir y compartir al antojo del beneficiado que pocas veces resulta ser “el pueblo”.
Basta la intención de aburrirse un rato poniéndose a escuchar los discursos políticos de los que fueron votados y algunos otros que no necesariamente para enterarse cómo se evoca una tras otra vez a ese ente innecesariamente mágico que justifica que el poder recaiga solo en algunas manos, carteras, propiedades y cuentas bancarias.
El bien público todo lo justifica, aunque el público nunca esté tan bien como los pocos que lo administran. Cantantes, futbolistas, profesores, sindicalistas, empresarios… ahora todos quieren ser políticos para vivir en carne propia la oportunidad de beneficiar a su propio pueblo, que empieza por supuesto, adentro de sus zapatos.
Lo bueno de las elecciones es que cada cierto tiempo crean muchos puestos de trabajo con presupuestos siempre insuficientes para tan ardua y valiente labor. Nadie dijo que era fácil garantizar el acceso a la mística, la mágica y la musical democracia, sobre todo, en estos tiempos egoístas y mezquinos donde nadie escucha a nadie y todos contra todos.
Por eso luego andan diciendo que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece y que, si alguien no estuviese muy de acuerdo, pues que participe y se proponga para repartir y compartir no solo para el que vive adentro de sus zapatos. La esperanza es que un día no muy lejano llegue un gobernante que no sea tan gandalla y no se deje corromper, incluso, aunque su pueblo todavía no lo merezca.
El asunto es que los representantes de eso a lo que dicen pueblo no se parecen mucho a los representados, no comen, visten, beben, viven ni actúan como actúan los otros que no son ellos. Es como si el poder levantara un poco del suelo que pisan los zapatos y se volviera innecesario caminar como camina la gente menos poderosa.
Una especie de super poderes envuelve a los animales políticos que se aventuraron a saltar por sus votantes y que luego el fuero vino a darles garantía de representar con dignidad a los que todavía comen, visten, beben, viven y actúan como la mayoría, esa misma que electoralmente, en el mejor de los casos, tachó entusiasmada su nombre en una boleta.
La cosa es que para la garantía y seguridad del pueblo hay que cobrarles a todos impuestos nomás por existir si es que quieren seguirlo haciendo. Impuesto por trabajar, por comprar, por construir, por destruir, por habitar, por conducir y en general por tener cualquier cosa que beneficie al que vive adentro de los zapatos. No vaya siendo que los integrantes del pueblo no se sepan administrar y hagan mal uso de sus tentativos recursos.
Ya juntado el botín, ahora si toca dejar administrarlo apropiadamente a los que tienen una idónea preparación académica, bastante experiencia laboral y por supuesto, amplísimo capital social o ya de perdido una pequeña dosis de ganas de poder, pero que, además, han sido redimidos con el voto popular.
Es así que, una de las diferencias entre los que gobiernan y los que son gobernados, además por supuesto de las maneras de transportarse sobre el suelo que engalana a los segundos, tal vez también sea cómo se caracterizan los unos a los otros.
Que indigno pareciera resultar un político que no se haya puesto su disfraz apropiadamente, uno sin suficientes ganas de poder. Quién le va a creer a alguien que parezca uno más de los que va a representar y se confunda con cualquiera. Los que administran, de perdido, deben de parecer que saben hacerlo, sonreír permanentemente, saludar y en general diferenciarse de ese ente abstracto que los puso ahí y para el que trabajan, el siempre mágico, pueblo.