Lecturas voluntarias
La lectura la aprecio como un acto de afecto. Sea por egoísmo y petulancia, el sentimiento es primero para uno mismo: se lee por placer o por utilidad de conocimiento para labores o simple adquisición de información.
Al afecto se agrega valor cuando se adquiere el texto y dimensiona el gasto; está además el uso de tiempo —cuándo y cuánto se lee— y cómo ejerce la actividad, en solitario o se realiza en salones donde están otros lectores silentes o junto habliches, quienes, igual que uno, examinan textos por divertimento o acuciados por sus propias circunstancias.
Igualmente conmueve cuando se leen textos elaborados por quien uno conoce y trata —amistades, compañeros escolares, de labores, estudiantes, maestros, vecinos, recomendación de los anteriores—. En esta lectura se puede, además de descifrar el texto, escudriñar el proceso de elaboración, desde las precuelas a la procuración de la publicidad, pasando por las evaluaciones de pares, las correcciones y añadiduras. A mí me van el captar y analizar los múltiples elementos de decisión que influyen para ir configurando el contenido.
Me encanta situar omisiones involuntarias y los descuidos voluntarios, algunos perversos, que se hacen para ocultar o despreciar historias precedentes y con ello intentar erigirse en la referencia o autoridad de tal o cual tema. Una de los apartados que más me entretienen en la elaboración de mis textos es reunir lo más posible los diferentes relatos antecedentes —el estado de la cuestión— y contar lo más posible acerca de las historias de los textos que leo.
Casi siempre leo por voluntad propia —decisión no subordinada, intento que los asistentes a los cursos donde participo hagan lo mismo; aunque sí sugiero y procuro que sus estados de la cuestión no sean sesgados o abultados en el citar por citar—. Por supuesto leo recomendaciones de opinólogos que sostienen columnas en periódicos editados en ciudades foráneas, tal situación es para mirar los trazos culturales en otros lares. También miro indicadores en las plataformas electrónicas.
Durante los días del receso laboral leí varios libros, comento dos: El tío Rafael o La huida del peregrino (Silvia Molina) y La duda sistemática. Autobiografía política (Francisco Labastida Ochoa, epílogo de Luis Rubio). Ambos los compré en octubre, el primero en la Ciudad de México, el segundo en el Sanborns de Zacatecas.
Entre la compra y los días de diciembre, los estuve picando, fue en vacaciones cuando los ojeé de inicio a final. Son géneros distintos, el de Molina es una novela con tintes autobiográficos, el de Labastida es una autobiografía con reflexiones sobre su actuación y las ocurrencias públicas en la segunda mitad del siglo 20, linda con el ensayo político.
A Silvia Molina la leo desde La mañana debe seguir gris (1977, 2023) e Imagen de Héctor (1990). No ahondaré en ellas, aunque hay hilos en El tío Rafael, como es su estilo en la construcción de personajes masculinos, los cuales le son cercanos y afectivos —el primer amor joven, el padre que no conoció y un tío español donde proyectó la paternidad ausente—.
En la nueva novela, Molina despliega capacidad narrativa: la escritora está presente con sus recuerdos infantiles, es investigadora de quien le fue próximo, pero del que no conocía del todo como profesor y colaborador de un periódico capitalino.
La duda sistemática, de Francisco Labastida Ochoa, lo leí merced a la sugerencia de Guillermo Hurtado, lo hizo en La Razón.
El ex candidato presidencial del PRI da testimonio de cómo eran los políticos y burócratas que gobernaron en el último tercio del siglo 20 en México. Relata, sin resentimiento evidente, cómo y algunos porqué fue derrotado el PRI en el 2000 y en los procesos electorales siguientes.
Describe cómo era la apabullante figura presidencial y cuánto la deterioraban los variopintos ejecutivos en turno. Es un testimonio no ficcional que sirve para la historia política contemporánea.