Hace tiempo, cuando se definieron las candidaturas presidenciales que se votaron el pasado junio, intercambié una serie de comentarios a una publicación mía con una persona cuya inteligencia y ecuanimidad he admirado por años.
Sin embargo, el tema político, tal vez ante la impotencia de verse en una oposición perfilada a la derrota, le desfiguró. Articuló lugares comunes anclados en ignorancia y prejuicio.
No creo haber descrito un episodio desconocido para muchos que interactúan en redes.
López Obrador polarizaba la discusión en medios y redes, pero no a la sociedad. Son diferentes.
La “tuitósfera” es un ecosistema muy diferente al México de a pie y en este último, López Obrador no polarizaba: conforme avanzó su sexenio acumuló un apoyo que redujo a la oposición a niveles ínfimos, testimoniales.
Polarización fue cuando se enfrentaron dos polos en igualdad de proporciones. Polarizar es confrontar dos visiones en igualdad.
La ilusión creada por los, ellos sí, polarizadores fue que en su narración se enfrentaban dos visiones de país con igualdad de proporciones y apoyos. Al alterar la narrativa e instaurar una más apegada a la realidad, el presidente exhibió el constructo hueco de la polarización como lo que siempre fue:
Una ilusión hecha para hacer creer a una parte de la población que la versión de país desechada con el neoliberalismo seguía siendo viable, sólida y aceptada por la mitad.
A estas alturas suena difícil darle crédito a esa convicción que es más bien una declaración de principios de los opositores más radicales, que ven canales de Youtube y auspician el mito del fraude electoral en el pasado junio. Sí, hay quien lo dice y otros que lo reproducen y diseminan en WhatsApp.
Pero lo dicho, ¿hasta dónde podremos apreciar el sexenio de López Obrador con mayor mesura?
Así un colega que leía crónicas y fuentes hemerográficas de cuando terminó el sexenio de Lázaro Cárdenas, recordaba un señalamiento muy equivalente a la época, de cómo el general no nos llevó al comunismo solo porque le faltó tiempo. O sea, que sectores que construyen bestias negras con cuentos petateros siempre han existido.
Y no, tampoco ellos se molestaron en disculparse con Cárdenas y/o con sus simpatizantes por aberrantes excesos en cuanto a acusaciones. Con el general, por llamarlo casi casi el demonio comunista encarnado y a sus seguidores por ser fieles y fanatizados acólitos.
Jamás nos volvimos comunistas y el cardenismo resultó un robusto —y único— intento de poner la maquinaria posrevolucionaria a funcionar como un estado de bienestar.
La paradoja fue cruel en otros casos: muchos socialistofóbicos resultaron también ser producto en sus primeros años del amable auspicio del estado de bienestar de la posrevolución.
Muchos de ellos le escupen en la cara al socialismo, pero su propia movilidad social no hubiera sido posible sin la educación pública en la que ellos se formaron al menos en sus primeros años de vida.
Todavía hasta hace unas semanas albergaba una remota esperanza: que muchos quienes denostaron amarga y brutalmente a López Obrador tuvieran la decencia de reconocer que no resultó ser el aspirante a dictador que tanto anticipaban (no se religió y ni siquiera lo intentó) tampoco terminó siendo el anticristo que muchos de ellos anticipaban en términos de articular una política interior represiva.
A lo más se le podrá reprochar su beligerancia al declarar, pero acaso no había otra posibilidad para recurrir al derecho de réplica (una práctica desdeñada con arrogancia por el ecosistema de medios tradicionales).
AMLO se va. Demostró con hechos que no es el demonio que quisieron construir y muchos odiadores persisten en dejar pasar la oportunidad de exhibir un poco de decencia para, si no disculparse, sí reconocer que en algunas cosas estuvieron miserablemente equivocados. Parece que sí resultó demasiado esperar. Lástima.