Para consolidarse como democracia México tiene que atravesar un camino sinuoso que no tiene rutas definidas ni fórmulas mágicas.
Tenemos estamentos que se disputan el poder político con relativa fiereza y con artes de todo tipo. La élite neoliberal no termina de digerir su derrota de 2018, pero por esa negación se perfila en la misma dirección al próximo año.
En ratos se infiere que no entendieron, aunque eso probablemente no sea exacto. Desde luego que entendieron, pero forma parte de su narrativa (la que buscan restaurar, pero AMLO les demuele hasta el escombro todas las mañanas), asumirse con certezas propias del proyecto de país inserto en el relato globalista, competitivista y privatizador. López Obrador traccionando la carreta nacional al lado contrario, termina por exhibirlos.
Porque ya antes lo dijimos: los salvadores del México que fue hasta 2018 quedan patéticamente expuestos cuando se manifiesta que uno de sus móviles, acaso el principal, son sus intereses.
En política es difícil prevalecer así. Recordamos cómo Carlos Slim en plena campaña, cuando López Obrador arengó con cancelar Texcoco (lo que terminó haciendo), convocó a rueda de prensa para defender el proyecto, en una movida burda no acorde a su astucia y practicidad empresarial; cometió precisamente ese error: defender sus intereses.
Era evidente que Slim, como empresario y dueño de varias de las constructoras concurrentes al proyecto, sería un sensible afectado de la cancelación.
Al convocar a medios para contraponer su narrativa, el dueño de Carso no presentó un mensaje consistente y sólido en la defensa de los intereses de la colectividad, sino los suyos; no hizo política. El resto lo supimos: fue arrollado por un tren.
La beligerancia verbal de López Obrador, inclusive criticable para algunos de su lado del espectro, está al menos definiendo el lugar de cada quien en la etapa definitiva de la contienda para 2024.
Un elemento más: hace unas semanas describíamos cómo el Poder Judicial es defendido por comunicadores, empresarios y políticos que lo mismo por años han criticado su rampante y obscena corrupción y prevaricaciones, pero por otro lado “defiende su autonomía”.
Al confrontarse la contradicción, se limitan a aludir a su bestia negra (“es mejor que sea autónomo y corrupto a que sea cooptado por López Obrador”) para justificar inclusive dichas aberraciones.
Pues va de nuevo: eso puede funcionar para solidificar y catequizar conversos, pero no evangelizará a nadie o a muy pocos para convertirlos al antilopezobradorismo. A lo más, logran darle la razón a costa de su propia credibilidad (la de ellos).
Hay quienes critican la animosidad declarativa de López Obrador, su compulsión a no soltar el protagonismo del micrófono desde el atril presidencial y criticar a sus oponentes en términos políticos o comunicativos.
En contraparte, la 4T está en una posición peligrosa. No tanto porque se comprometa su triunfo; no hay elementos sustanciales para pensarlo, sino porque solo tiene asegurada la victoria, pero no los elementos para ser perenne en un contexto donde la solidez de sus compartimentos estará en peligro de cuartearse.
Si acaso hay un elemento esperanzador dentro del entramado de los liderazgos más destacados dentro del morenismo: en 2018 los mejores cuadros abandonaron Morena para atender invitaciones del presidente a gobernar; ahora muchos de esos mismos cuadros estarán —se supone— listos para reforzar la alineación.
Aunado al ideario simple (no mentir, no robar, no traicionar al pueblo) ya se imponen otras definiciones más sofisticadas: la restauración del Estado de Bienestar y el reposicionamiento del Estado como regulador económico.
Pocos, muy pocos han tenido los arrestos para sentarse a debatir, en términos conceptuales, al modelo neoliberal. De hecho, ya se nos olvidó el último debate serio y público sobre el tema. Todo se ha limitado a monólogos por un lado u otro.
Y es en ese contexto que el país perfila para definir el tablero de jugadores al 2024.