Nunca dijo que sería su última primavera. No obstante, el siete de mayo de 2019, Rafael Coronel vio los últimos esbozos del arte moderno en Cuernavaca, Morelos, donde trabajó y vivió por años.
Ganador del primer premio en la Bienal de Tokio, en 1974, con la obra Tacubaya: a Muerte de la Libélula, y destacado coleccionista de máscaras en el país, Rafael Coronel deja un legado que se sostendrá con una sobriedad melancólica, característica inmanente de cientos de obras repletas de un “expresionismo realista que representa figuras temibles con toques de las más bajas experiencias urbanas”.
Forjado con las maneras de la escuela italiana de Hungría, en su mundo afloraban frailes, monjes y Mabuses sombríos que parecen flotar en superficies alcalinas, repletas de homenajes y maestrías tomadas de los grandes: Goya, Rembrandt, Ucello, Vermeer y el aclamado tenebrismo de Caravaggio.
Sus personajes cubrieron las paredes de Estados Unidos, Japón, Puerto Rico y Brasil, con máscaras que jamás darán cuenta de la verdadera identidad de sus cuadros, colecciones de viejos amores y colores de lugares conocidos, aquellos en los que se fue feliz.
Entre conciertos, duetos armónicos, carnavales, máscaras y beatificaciones, el arte mexicano moderno se ve escindido por la ausencia de un grande, un artista a quien comer y dormir le robaban tiempo para el arte. Un hombre que, entre azules y grises, siempre dejará que la mortaja de los beatos sea el título de una vida repleta de Sueños Antiguos.